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El descubrimiento del huevo (1991-1992)

Cantata a las flores de marmol


Él que invoca la Historia está siempre en seguridad
Los muertos no se levantarán para testificar contra él.
Czeslav Milosz


I

El indio era muy grande
e invitaba a comer dátiles de piedra.
El hombre de la guitarra tocaba un fandango,
o tal vez ¿era un tango?
y tocaba, y tocaba, más y más rápido,
y sus notas de acero atravesaban corazones y entrañas.
Luego llovió. Las rosas crecieron en medio
de los escombros y del esqueleto de la guitarra.
El fonógrafo se calló, molesto por tanta consideración.
Cerca de la puerta, el cactus guardaba la postura
asando un último cigarrillo antes de apagar el cielo.
El indio parpadeó;
el mezcal corría a mares, los cazadores acariciaban sus caballos,
la noche intentaba imponerse.
El payaso se escondía, por miedo a los cazadores y al indio,
a la guitarra y al cactus.
La pianola entró en la rueda.
Súbitamente, el golpe de Estado. Y el tango empezó.
A menos que sea un fandango.
El indio levantó los ojos
y distribuyó las rosas de madera,
luego cerró la isla.
El hombre dio vuelta a su guitarra.
Allí estaba escrito :
Rêver et construire...
El alba se apagó, por falta de espectadores.
Las piedras de la calle se agitaban,
y la mecedora de paja se escapó.
El farol se asombraba todavía de su presencia
a esa hora y, sobre todo, en ese lugar.
El indio levantó la rama
y vio el ojo adormecido.
La música se rió a carcajadas frente a tanta complicidad.
La guitarra gemía por unos instantes todavía.
El indio tragó las últimas raciones, luego
cerró la despensa.
Todo estaba dicho.
Sin embargo, el indio guardó otra vez en su bolsillo
la regadera de viento.



El bandoneón dejó huir sus notas de dolor.
Los cuerpos se entrelazaban, esculturas ardientes,
y rompían la unidad del aire de sus pasos mal asegurados.
Las veredas tapizadas de gauchos intentaban
amansar la noche.
Un aprendiz dictador trataba de convencer al farol.
El indio tomó la guitarra, y el tango empezó.
Los vapores de un alba cargado de soledad
se hicieron pesados, vibrantes.
Pronto caería el día.
Un uniforme relleno de su ocupante
tropezó con un Carlos Gardel de remate.
La cabeza cornuda del toro alegraba al bolso verde
que se movía con los gestos bruscos de su ocupante.
El indio agarró el vaso de mezcal y lo vació de un tirón.
En un rincón, un general cualquiera
terminaba de escurrir su noche, tristemente.
La pampa penetró en tromba en el boliche.
La caza prosiguió. Los caballos caían como moscas.
El bandoneón insistía, y quemaba la nostalgia y la violencia.
El indio tomó el fonógrafo, y luego volcó el framboyan.
Entonces la frondosidad lo invadió.
El río Uruguay se derramó sobre todo el continente,
y luego sobre la mar, hasta ahogarla.
El hombre de la guitarra continuaba soñando, pero
el tango iba de boliche en boliche.
El indio tomó su tiempo, todo su tiempo,
luego, cargado de su misterio, entró
la calle, la guardó y cerró el boliche.
El tiburón se encontraba todavía detrás de la tercera ola,
a la derecha.
Sólo entonces calló el bandoneón.
El indio tomó las rosas de la víspera y se las dio
como única comida al perro que dormía sobre la barra.
El charango recobró vida, y volvió a su pampa.
El hombre de la guitarra apagó la noche.



Un taxi salvaje me condujó a la otra punta del mundo,
en la ciudad de maderas remendadas y de chapas.
Al sonido del bandoneón sucedían el rumor del hambre,
el olor sudoroso de la decadencia y el tufo de la miseria.
Nos sentamos y lloramos.
El indio puso su mano sobre mi hombro
y partimos, cubiertos de pájaros de tristeza.
La guitarra volvió a su canto, y con todo
no podíamos ni construir, ni soñar.
El día se iba en el fondo de mi vaso de mezcal.
El río Uruguay se había retirado
aspirando la mar y desnudando el océano.
La botella que flotaba a orillas del puerto
de Buenos Aires fue a romperse al pie del farol.
El indio dejó el bandoneón para que nazca
el baile de la noche. El piano tomó otra cerveza.
El tango aún flotaba en mi cabeza,
embriagado de certezas y de voluptuosidad.
El hombre de la guitarra abrevió sus cantos a la tierra.
Vendría el tiempo del charango y de la caza.
«El sol se levantará un día al oeste»,
me dijo el hombre, subido a su árbol de virtud.
Yo me atiborraba de las comidas del cielo y de la tierra,
para enfrentar el dolor de la esperanza.
Al fin, el indio preguntó su pregunta:
«¿Por qué querés alcanzar el sol?»
Los gauchos afluían ahora.
Yo no pensaba más, absorbido por el mezcal y el tango,
atravesado en mi llano por el desencadenado Uruguay.
Las notas lentas de la guitarra mecían mi cuerpo,
cercado por Colón, Bolívar y Che Guevara.
Entonces me transformé en río,
y el indio puso su canoa de piel sobre mí
y me recorrió.



Luego vino la guerra. Con sus florituras.
El bandoneón reventado aún yace bajo el polvo.
El cactus quebrado todavía alberga al charango vivo,
amurallado en su miedo.
El indio miró el vaso roto y el mezcal
tirado en los detritos. Un suspiro.
El hombre de la guitarra la miraba de adentro, a partir de ahora.
Con las cuerdas entre los dientes, digería sus últimas notas.
El taxi salvaje se había doblado bajo el farol,
en una común protesta contra la brutalidad.
La cacería había cesado, por falta de cazados y de cazadores.
El indio miró el pájaro de barro que pasaba en el cielo;
voló en pedazos por el impacto de una bala y saltó en relámpagos de fuego.
A la otra punta del continente, la marimba escandía su baile
y los tambores partían el aire y la noche.
Las ruinas empezaron a reírse y a cantar,
pero sólo la noche las podía escuchar.
Ahogado en su guitarra y en los desbordamientos del Uruguay
el hombre esperaba el día del juicio final.
Un tango anónimo y solitario intentaba un último llanto.
Mañana, el carnaval estaría dilapidado y la embriaguez desaparecida.
El indio miró pasar un último cuerpo de ejército.
El espanto estaba perforado de mil hoyos, remendado de mil tiros,
y las aves de rapiña limpiaban los campos de los clientes de la guerra.
Entre dos temblores, el charango prosiguió su carrera a través de la pampa.
La guerrilla sucedió a la guerrilla, anónima y solitaria.
El bandoneón lanzó un suspiro embriagado de voluptuosidad.
Por falta de armas, el combate cesó y las ruinas germinaron sobre las rosas.
No quedaban sino las frutas de arcilla para calmar el hambre.
El indio miró el amor vertido sobre un último depósito de armas intactas.
El océano seguía meciendo las costas del este, cerca de las playas y de los puertos.
Una pareja trágica arriesgó un paso, luego otro
para que renazca el tango. El hombre de la guitarra
prosiguió, luego el bandoneón de soplo arrugado.
El mezcal y el ron corrieron hasta ahogar todos los ríos.
El indio me miró y concluyó a la desrazón de mi búsqueda.
Cerré los ojos y borré las ruinas y las víctimas.
No quedaron sino las florituras.

cantata a las flores de marmol, 2