El descubrimiento del huevo (1991-1992)
Cantata a las flores de marmol (3)
El maíz se puso a sonreír en mi tazón.
Los toros tenían que comportarse.
Allá arriba, cerca de Cusco, las llamas se acordaban
de las ciudades a la deriva y de las nubes demasiado bajas
para abolir el anonimato.
Allá arriba, ningún rumor venía a contradecir
la muerte del último inca, ni la del sol.
El maíz germinaba en mi tazón,
yo quedaba pensativo contemplando los desbordamientos del Uruguay.
El indio me contó Montezuma, Cortés y Atahualpa.
El viento silbaba aún por encima de los Andes,
y en la quena y la ántara que transmitían su dolor,
y en mi cabeza dolorida de su dolor
y de todos los dolores del mundo.
Abordamos el Altiplano, en busca del sol.
Había dos lunas, entre las cuales se bailaban
el tango y la milonga. La bandoneonada.
El indio se contó Bartolomé de Las Casas y Bolívar.
La opresión ganaba hasta mi tazón de maíz,
pronto en flores, en choclos y en cenizas.
Las ballenas grises, encalladas en la costa, tragaban a los dictadores.
El farol se despertó, perdido en medio de la Patagonia.
El indio cerró la ventana del sueño.
Rompí mis buenos sentimientos y escupí frente a la hacienda
liberando los esclavos y los peones.
Los campos suspiraban de contentos; el cactus prendió su cigarro.
Cusco nos recibió en hermanos de sufrimiento.
El indio contó Neruda y Che Guevara.
Más tarde, no había más tierra, ni lunas.
Luego fue el tiempo del urutaú 1.
Me alejé a lo largo de las orillas del río
encauzado a pesar suyo y a pesar mío,
y en los saltos de los Andes, cavé una cama
para acostarme y visitar la tierra bajo la tierra.
El indio se asustó y abrió las manos.
El surco hondo se prolongaba hasta en tierra,
y, más allá, debajo de los Andes, debajo del mar, debajo de los océanos.
El urutaú me condujo en las hierbas misteriosas
y me escondí ahí. El farol se perdía en el Uruguay.
La Junta militar buscaba otras víctimas, y la guerra,
la guerra perseveraba. El urutaú silbó al cielo,
y el cielo paró su caída hacia la tierra,
las dos lunas que bailaban el tango se inmovilizaron.
Los bigotes de Dalí decoraban el hombre de la guitarra.
El charango vivo salió lentamente de las plantas de la orilla,
arrastrando el fonógrafo y la botella de mezcal.
El indio tomó el aguardiente y cerró los ojos.
Las caobas se encorvaban en nuestros pasos. A lo lejos,
la marimba retomaba su canto triste.
« La tristesse est comme une fleur 2 », dijo el indio.
Asentí, fusionándome con la botella de mezcal.
El abrazo del tango me llenaba de sueños y de voluptuosidad.
De la crepitación de las ejecuciones, allá lejos, en el estadio,
vibraban hasta romperse nuestras amarras terrestres.
« La nostalgie est comme une pierre 3 », dije, sin levantar los ojos.
El indio me tendió un pan de madera.
Víctor Jara, mutilado, tragaba panes de plomo,
la muerte putativa, la patria mortífera.
El urutaú me miraba fijamente, y el sol temblaba,
entre las dos lunas y el charango vivo.
El hombre de la guitarra reanudó su elegía.
« L'espérance est comme une mer profonde 4 », dijo, desgranando sus notas oscuras.
El indio replegó el río: estaba demasiado cargado de cadáveres
para fluir aún hacia el océano de libertad.
«¿Por qué querés alcanzar el sol?», preguntó otra vez el indio.
La rebelión inflaba y ganaba las ciudades, las casas y los campos.
El taxi salvaje, el farol y el bandoneón guiaban la ronda.
El grito de Jara todavía resonaba para que se uniera el pueblo.
A su guitarra se unían las del pueblo sudamericano,
las cien, las mil, las cien mil guitarras, en un canto solemne.
El indio me mostró la pampa, la sierra y los Andes:
«Aquí está lo que queda de las civilizaciones, aquí está lo que quedará después de nosotros.»
No vi nada sino las huellas de los toros, la guarida de la mulita y las notas en el viento.
El hombre de la guitarra preguntó de nuevo la pregunta, sobre su guitarra adormecida.
Entre un café, un tazón de maíz, algunos tacos y un vaso de mezcal,
Me esforzaba de entender la situación.
Los dedos de Colón, de Bolívar y de Guevara
me señalaban, sin emitir juicio.
El tango me llevaba, el urutaú huía de mí.
El último hijo del sol cantaba todavía su dolor.
Atravesé la pampa, en busca del indio.
El boliche no se vaciaba nunca, pero el pesar se eternizaba
en el bandoneón. También, la esperanza.
La guerrilla tomó el poder y anexó el pensamiento.
Sin permiso, el indio me acompañó hacia los poetas.
Las palabras se pegaban a mi lengua y solo el tango hablaba.
La guerra estaba lejos, y sin embargo estaba presente hasta en las mesas ahumadas.
El indio apagó la radio que invitaba a la sumisión.
Quemamos la alcaldía, el cuartel y la milicia.
La puerta del sol se oscureció, y el Uruguay volvió
a dejar su curso para ahogar todo el continente.
Buenos Aires vacilaba, y con todo el tango resistía.
«No es el sol que busco, sino alcanzarlo...»
El indio me miró, presa de duda.
Me sirvió otra vez mezcal y abrevó el charango.
Llovió ese mismo día, y desde entonces, el cielo no tiene el mismo color.
« La vie est une rencontre du soleil ;
Vis ! Et tu rencontreras le soleil. 5 »
El indio me mostró el fondo de mi vaso de mezcal :
« Il est ici ! 6 », dijo. Y yo vi el Uruguay que subía en mi vaso,
y los barcos que se apresuraban sobre sus aguas,
y los charangos que los tomaban por asalto,
y el farol que se hundía definitivamente.
« La mort est une rencontre de l'abîme 7 », pensé.
El bandoneón ritmaba todavía el tango de las dos lunas.
Las piedras se amontonaban sobre los despojos de la junta,
en el fondo de mi vaso, en el fondo de mi abismo.
El indio tomó la guitarra y cantó una cantilena
en memoria de los charangos y de los toros,
para coronar la historia y la tristeza del continente.
El sol se había vuelto oscuro, y las lágrimas bordeaban sus ojos.
Reconocí a Atahualpa Yupanqui, y a todos los que habían liberado
sin jamás cesar esta tierra de esclavitud y de matanzas.
« L'amour est une rencontre du tango de la pleine lune. 8 »
Las lágrimas del sol brillaban de pedazos de luna, en el fondo de mi vaso,
y el Uruguay arrastraba aguas de mezcal y fragmentos del cielo
caídos sobre la tierra al escuchar el canto del indio.
El Uruguay se puso a bailar con las dos lunas,
con el indio, el urutaú, el charango vivo y el hombre de la guitarra.
Todo no era más que tango, milonga,
y quizás un poco bossa nova y fandango.
El baile seguía, entre los ecos de la marimba
y del bandoneón, y no quedó más que la danza,
la danza que resucitaba los dátiles de piedra y las flores de mármol.