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El descubrimiento del huevo (1991-1992)

Cantata a las flores de marmol (2)




De pronto, el mezcal ocupó todo el lugar.
El barro llenaba el cadáver de la guitarra.
Algunos hijos del sol llegaban de las montañas
y las riñas de gallos habían retomado sus derechos.
El indio abrió la puerta de los sueños, cerca del árbol.
Tras la escalera, las hiedras roían hasta la memoria.
El hombre de la guitarra fumaba alguna hierba, esperando a Godot.
Unas llamas iban río arriba, hacia los barrios pobres,
llegadas de no se sabe dónde y volviendo allí.
Ellas no bailarían el tango,
ni tampoco el charango huyendo en la pampa.
El indio me ofreció otro vaso de mezcal, cerca del árbol,
y lo volqué, ahogado en él, ya.
«El sol se acercó a nosotros», dijo.
Atravesé el boliche, luego el bandoneón,
e intenté instalarme en las notas anhelantes del tango.
Me crucé con el farol, vestigio de un ahorcamiento apresurado,
luego con un bando de generales en sus laberintos.
El indio hesitó en seguirme y se quedó cerca del árbol,
encogiendose de hombros y cazando alguna mosca.
Tenía hambre: me apropié de un pan de piedra,
y el charango se halló en mis manos, espantado.
No obstante, el tango reanudó, y entré en la danza.
El indio, acodado a la barra, miraba el ómnibus aéreo, cerca del árbol,
sin decir nada, ni pensar. Roía tacos
y algunas hierbas frescas.
El hombre de la guitarra terminó de reparar su instrumento con la cabeza del toro.
Las rosas fueron plantadas en el río Uruguay
y tomaron todas sus aguas, hasta la cicuta.
Habitado por las cuerdas del arpa, me di a la huida
a través de las nubes, cabalgando la marimba.
El indio no pudo abstenerse de reírse, y recaí, cerca del árbol.
«¿Por qué está el sol tan negro hoy?»
Mi pregunta se enterró bajo las cenizas de los cigarros,
entre dos partidas de naipes, como un comentario de borracho.
El mezcal se esfumó: el alba se dignaba en hacerse esperar.
El baile no terminaba. El bandoneón se estiraba,
se estiraba hasta llenar todo el cuarto, y todo el boliche,
hasta el río, hasta el continente, hasta el día y la noche…
Por último tomó raíz, luego fructificó,
y el mundo se rellenó de bandoneones, y yo también,
y me abandoné en sus fuelles arrugados.





Vino la era de los toros, invasores de la pampa.
El indio abrió los ojos y me mostró la cabalgada, en el horizonte.
«Hay que esconder el cielo», dijo.
Me esforzaba en salir de los escombros de la explosión,
y el hombre de la guitarra me acompañaba al sonido del tango,
otra vez. Al fin, el mezcal me había escapado.
Esta vez, el Uruguay mismo parecía superado.
El cactus, frente al boliche, no intentaba más huir ni fumar.
La guerra, al fin, era sólo una tontería.
El indio me ofreció café y ajies.
«Hay que comer la miel», dijo.
El bandoneón terminaba de digerir al farol.
Otra revolución había de vuelta dejado ruinas de barricadas,
en la calle tapizada de sospechas y de denuncias.
El soplo árido del bandoneón reanudó su canto triste,
y su llanto resonaba en mi vaso de mezcal,
desde ahora vacío y habitado de fuego.
El indio emprendió soñar, en color y en relieve.
«Hay que cambiar de real», dijo.
El fonógrafo, desgastado por los múltiples cascotes,
no obstante se movió, incitado por el inmutable tango.
A lo lejos, el charango aprendía a cruzar el río
y a esconderse en las aguas.
El amor desbordaba sobre la pampa, y no obstante la horda
de toros crecía, y ninguna hierba volvía a crecer
tras ella. El alba fusionaba con el crepúsculo.
El indio me ofreció otra vez dátiles de piedra.
«Es aquí que hallarás el sol», dijo.
Cuando me di vuelta, me encontraba sobre la vereda,
en medio de los extraviados de los cielos.
Juntos, abrimos la puerta, en medio de la calle,
y salimos, felices, de la ciudad cerrada por las flores de mármol.
Sobre su caballete, el cuadro nos observó con una mirada burlona.
El indio tomó su pincel y borró el sol.



II


Vos nos revestiste con tus cenizas
porque nos teníamos que extraviar,
y lloraste sobre las huellas que dejamos
abandonados por los hombres, la lluvia caliente
y las verdes pampas. Te redujiste
a no ser más que un vasto territorio
árido y desierto, dejado a cargo de nuestras brumas íntimas,
sumergido por las olas tumultuosas de la mar
y del río mezclados hasta no disfrutarlo.
El cóndor que te habita no deja más plumas
en la superficie de las aguas. El inca no toca más
la flauta vibrante en la montaña seca,
y la llama no trepa más tus cuestas,
pues te derramaste en la mar civilizada
y condujiste el hombre, el indio, a no ser más
que un señuelo. La tierra se heló,
la arcilla endureció, la forma se formó,
el cuerpo se contusionó, el baile terminó.
Nos observás, debajo de tus aguas heladas,
vengadora del sol y del soplo,
y las calles de Buenos Aires se hunden bajo el peso de la muerte,
y el tango se desagrega lentamente,
como último alegato para el día del juicio.



¡O! mis Andes de fuego de brazas y cenizas
que se abaten sobre nuestras almas que intentan
arrancar al destino un último plazo
una última bocanada inacabada de sueño
que sea hoy al ritmo del tango y
mañana a la escucha alterada de epitafios
del último hijo del hombre que descubría el cielo
no queda misterio que no sea distorsionado
no queda conquista que no fracture la noche
no queda aventura que no cierre la vista
en otro jardín dos árboles se seguían
la pradera no supo contener el diluvio
nos hemos ahogado en medio del sol pero
un día habrá que llenar todos los abismos



III


El indio se puso a pensar que sin duda yo había soñado,
que quizás el cielo no estaba tan negro,
que el sol aún merecía alumbrar la tierra,
que la montaña se levantaría bien sin ayuda.
El indio tomó algunos granos de café
frente al ojo distraído del hombre de la guitarra
que se ejercitaba ahora en el charango.
El farol pidió de nuevo mezcal,
pero el mozo no parecía oírlo.
El pozo en la vereda rebosaba de despojos anónimos
y de algunas notas de tango caídas por casualidad.
El indio me trajo el café, fuerte y brumoso,
acompañado de un vaso de aguardiente.
El hombre del bandoneón desempolvó su instrumento.
El soplo ronco empezó un aire desgarrador
mientrás las miradas expresaban el temor
del regreso de la destrucción.
El fonógrafo desaparecido bajo los escombros
no oponía más competencia.
Pronto, el calor se comunicó, y el tango
renació, al perfume árido de la pampa y de los burdeles.
Yo requerí otro café, con otro sol.
El indio suprimía las últimas huellas de los toros.
Tomé mi taza, y con ella el río, la botella
y todos los Uruguay de la tierra.
La canoa del indio seguía huyendo de mi,
y yo, sintiéndola en mi piel.
La guerrilla prosiguió en el río y en la selva,
hasta el fondo de mi vaso de mezcal empañado de café.
El indio meditaba sobre las frutas de arcilla
que crecían entre las lianas y las plumas de las águilas.
Al tercer tiro, abrí los ojos
y vi, en medio del boliche, el baile salvaje
que unía los tiranos de las praderas y de las montañas.
El indio pasó la escoba, y quedó limpio.
El poeta declamó su poema en la más total indiferencia.
El día cayó, recayó, luego se hundió.
Afuera, no había más sol, ni cielo.

cantata a las flores de marmol, 3